Otro relato.
EL ACERICO
Había conseguido mantenerse incólume durante varios meses. Descansaba junto con otros útiles de costura en un cesto de mimbre. Sabía que su destino era ser perforado por los toscos alfileres y las pretenciosas agujas, sin embargo, debido a un congénere que llevaba años viviendo en la cesta, evitó hasta el momento su más que seguro destino. A pesar de todo sentía una ligera envidia. Aquél viejo acerico prestaba una labor importante, mantenía juntas las agujas, siempre dispuestas a perderse a la menor ocasión. Por ello, al no ser nunca objeto de uso, sentía que sobraba.
No se acuerda muy bien de cuál era su origen. Lo poco que retiene en su rechoncho cuerpo es que había sido un regalo de alguien hace ya tiempo. No importa, pensaba, el que están utilizando está haciéndose viejo y pronto él sería indispensable. Tal y como predijo, un buen día, su ajado compañero, apareció con las interioridades fuera. Toda la cesta se hallaba repleta de serrín. El pobre no había aguantado más y la piel de tela había acabado por resquebrajarse. Sin mediar explicación alguna, su cuerpo se vio rápidamente invadido por las agujas y los alfileres. Ellos, algo más serios, se presentaron como sus nuevos inquilinos mientras que las agujas, con un mohín de desprecio, casi ni le prestaron atención. Se habían acabado las noches tranquilas, la intimidad había desaparecido, ahora, sus innumerables compañeros dormirían con él siempre.
Trabó amistad con una aguja capotera. Era ésta de mayor tamaño que las demás y de un talante muy afable. Había entrado a formar parte del cesto recientemente y por ello aún mostraba una notable timidez. Para esta aguja fue difícil entablar relaciones con las otras. La criticaban por su falta de esbeltez, por su tamaño, en suma, por ser diferente. Formaban las agujas corrillos de hasta una docena y, tanto era su descaro, que hablaban sobre cualquiera del cesto sin bajar la voz para que el acerico las oyese. A pesar de ello, las agujas no eran las amas de la cesta. Las tijeras habían alcanzado el poder desde el principio, y siempre habían conseguido mantener a raya a las agujas. Un grupo aparte dentro de la cesta lo formaban los hilos. Era un montón muy numeroso y muy cerrado. No se abrían a nadie del cesto. Se consideraban menos valorados que los demás, y hasta los botones a veces se metían con ellos. Siempre estaban enredándolo todo, obstaculizando la función de los otros. A veces eran tan inconscientes que se enredaban entre ellos y luego debía venir la tijera a poner algo de paz. Claro, luego se quejaban de que la tijera se propasase, de que al rojo le hubiera cortado mucho, de que al de hilvanar ni se había molestado en desenrollarlo; quejas típicas de tal comunidad de vecinos. Los dedales y los corchetes empezaban su algarabía particular. Juntos y revueltos, producían una melodía metálica que era agradecida por todos. Los dedales estaban muy bien vistos por los botones, ya que a estos, si querían evitar ser cosidos a una tela, les bastaba con esconderse dentro de uno de los cinco que allí vivían.
Hubo un periodo de poco trabajo que coincidió con el verano. El acerico se quejaba del calor que transmitían agujas y alfileres debido a su acerado cuerpo. Corrientes ardientes atravesaban su relleno rogando que acabasen pronto. Debió ser escuchado, porque un día, un humano que parecía de menor estatura en comparación con los que por allí rondaban, lo cogió y despojó de su punzante compañía. Había oído hablar acerca de estos seres a la mujer que utilizaba el cesto. Son niños, se acordaba. De todo lo dicho, sabe que son revoltosos, desobedientes y, sobre todo, muy imaginativos. Un día la niña se acercó a la mujer con el acerico en la mano. Le preguntó qué era aquello, para qué servía. La mujer le dio las explicaciones pertinentes pero la niña no quedó contenta. Desde el momento en que lo vio ya le había adjudicado una nueva función. Pidió que se lo regalasen. La señora al principio se negó, pero al final accedió. Los compañeros del acerico habían oído toda la conversación. El único de su especie que iba a ser trasladado. Aquello produjo temor y preocupación en el seno del cesto. Todos estaban temerosos del futuro. Hasta las agujas acabaron manifestando su pesar. Una de ellas, ya con la punta mellada, se acordaba de una vez en que no hubo acerico. Había sido un desastre, varias de sus amigas habían desaparecido y otras habían partido la punta, asunto que las condenaba al ostracismo. Vaticinaba malos tiempos para el cesto. Pero ante la sorpresa de todos, un viejo conocido ha vuelto. El acerico anterior milagrosamente se ha recuperado. La señora, nostálgica, debió mandarlo reparar y guardado después. Nuevamente hacía falta.
Se han cruzado los dos en el aire. El viejo deseó suerte al joven, y éste, salud al viejo. La mujer explicó a la niña que el que tenía en las manos era otro acerico, más estropeado que el que la niña escogió. La niña dijo a su abuela, que a este no le va iba a pasar nada malo, que lo cuidaría, y que ninguna aguja iba va a hacerle daño. Descansaría en una diminuta cama como la almohada de su muñeca preferida. El acerico solo pudo pensar, ¡bonito destino!