Los emperadores romanos disponían de un sistema de correo público que les permitía saber fácil y rápidamente de invasiones del enemigo en cualquier provincia, de sediciones en las ciudades o de cualquier otro inesperado problema, de las acciones de los gobernadores y de cualesquiera otros que estuvieran en cualquier parte del imperio Romano.
El correo en Roma no era público, por más que se llamase cursus publicus. Organizado por Augusto según el sistema persa, utilizaba carruajes ligeros tirados por caballos (recae) o por bueyes (birolae) y debía servir solamente como valija diplomática, o sea, para la correspondencia del Estado, no pudiendo recurrir a ella los particulares sin un permiso especial. Este sistema dio pie a una curiosa forma de corrupción: la mayoría de los mensajeros / correos salían las más de las veces a entregar unas pocas misivas. El espacio sobrante de su bandolera o de su carro se llenaba de envíos de particulares según el “interés” de cada uno de ellos en que su carta se entregara. Estos “donativos” se extendieron de tal manera que los sucesivos emperadores no tuvieron más remedio que desistir de tratar de arreglar el asunto y se contentaron con que las cartas oficiales, al menos, se entregaran las primeras.
Para intentar escapar de las trabas que ponía el Estado a la correspondencia particular, pronto surgieron compañías privadas que daban servicio, principalmente, a los patricios y a los comerciantes adinerados. Incluso los más ricos entre los ricos, como Lépido, Apicio o Polión tenían un servicio propio del que estaban orgullosísimos porque, con frecuencia, era aún más rápido que el estatal.
Las estaciones en las cuales el correo era distribuido recibían el nombre de postas (originalmente posata o pausata, que significa lugar de parada), ya que en estos lugares los mensajeros solían descansar durante sus viajes. Dichas postas estaban perfectamente concatenadas. Cada diez millas romanas (1.481 metros) un mojón a la derecha de la carretera indicaba la distancia a la ciudad más próxima. Cada treinta, había una estación con algo parecido a una taberna, habitaciones, cuadra y caballos de refresco en alquiler o venta. Y cada cincuenta, había un establecimiento más grande y mejor organizado que solía ofrecer, como servicio de valor añadido, un burdel. Los itinerarios, al menos los más importantes, eran vigilados por algo parecido a patrullas de policía, pero nunca consiguieron hacer de ellos un lugar completamente seguro.
A la hora de utilizar tanto la calzada como los servicios de las postas, los mensajeros del ejército (nuntuis) tenían preferencia total y absoluta. Generalmente se elegían de entre los mejores jinetes de la legión y solían ser jóvenes de complexión menuda y naturaleza recia, ideal para aguantar las interminables jornadas a lomos de un caballo; para identificarse, se cosían una pluma de paloma al asta de su lanza, y la peligrosidad de su trabajo la corrobora el hecho de que cobraban una paga cuatro veces más alta que la de un soldado raso. Al parecer los enemigos de Roma pronto identificaron la relación correo – pluma y, por decirlo de algún modo, capturar a un mensajero militar empezó a puntuar doble. Vespasiano ordenó en el 71 D.C. que los correos de las legiones abandonaran el uso de estas plumas y las sustituyeran por algo menos conspicuo, pero ellos lo consideraron un deshonor y la siguieron portando con orgullo.
El ser¬vicio postal y el transporte de viajeros y mercancías eran cues¬tiones relacionadas con la construcción de caminos, pero el Estado nunca estuvo en condiciones de realizar este servicio para la masa de sus súbditos. Se organizó un servicio para la correspondencia oficial, para los funcionarios y para el transporte de materiales del gobierno, pero ese servicio se mantenía con dificultad y me¬diante requisas onerosas para el pueblo. Los particulares tenían que arreglar esos asuntos por su propia cuenta.
Esta moneda es la única que hace alusión a los correos imperiales, y en este caso a la disminución de la tasa pagada para este servicio.
VEHICVLATIONE ITALIAE REMISSA. Dos mulas pastando en posiciones contrarias; el timón de un carro con los tirantes. Sestercio de Nerva. Roma 97 d.C.