Cuando se produce la independencia de México, llega al país un agente norteamericano, un embajador extraoficial llamado Joel Roberts Poinsett, que reclutará, a base de dinero, a los que van a ser después los líderes de la república mexicana. Se forma una élite mexicana que, en realidad, es antimexicana, porque, formada por Poinsett, odia a España y odia la religión de su propio pueblo. En el fondo odian al pueblo mexicano. Esa élite, por mandato norteamericano, decidió que había que extirpar el catolicismo. ¿Por qué? Por una razón política. Los EEUU saben que en el origen del poder de las naciones siempre hay una fe fundante, aquella sobre la que se construye la escala de valores, una cultura que sirve tanto para personas religiosas como ateas. Si al país se le extirpa esa fe fundante empieza a desgranarse. EEUU quiere extirpar la fe fundante de México, el catolicismo, para destruir el poder nacional mexicano. La clase política mexicana, hasta el día de hoy, ha cumplido esa misión. Pero ante esto se sublevó el pueblo mexicano, los más humildes de todos, las masas harapientas indígenas, que salen fusil y machete en mano, entre 1926 y 1929, para combatir al falso ejército mexicano.