¿En qué se diferencian las visiones hispanistas -denominémoslas así- de las decolonizadoras o indigenistas, ahora también tan al alza? En muy poco, ambas de hecho se necesitan. Unas, centradas en denunciar ultrajes y en apropiarse de grandezas pasadas que no le corresponden; otras, con una obsesión casi lujuriosa, buscan en la historia los traumas y violencias que la recorren. Visión esta última tan en boga en la universidad y la academia -echen un vistazo a cualquier catálogo de libros de historia- que no es de extrañar que los alumnos hayan comenzado a huir de la carrera de Historia, so pena de deprimirse por el resto de sus vidas.
Ambas visiones, sentimentales y moralizantes, son efectivamente imbatibles ¿por qué? Porque, constituyéndose en jueces de la historia, acusan a quien no se puede defender, se envanecen con un tiempo que no les pertenece, y ambas por igual atraviesan el pasado con el cuchillo de la moral, dejándonos a nosotros siempre a salvo en la orilla de los justos. Así, uno abandona el cine, o cierra el libro, reconfortado y comulgado, como tras una buena homilía o una sesión de autoayuda.
Por eso no entiendo a los historiadores -algunos ya talluditos- que entran al trapo del debate de la Leyenda Negra, poniendo en cada peso de la balanza los pros y los contras, los agravios y desagravios, los hospitales y las matanzas, las ciudades y las encomiendas, el colonialismo anglosajón y el hispano. Como si se tratara de eso y no de comprender un tiempo que no es el nuestro y al que solo podemos acercarnos con la curiosidad y la humildad del que viaja a un país extraño.