5 Pesetas de 1870 (*18 *70). El duro de la tristeza.
El día amanecía soleado en la primavera del año de nuestro señor de
1870. Las primeras nubes de la mañana se habían ido disipando al mismo ritmo que el todopoderoso Tajo atravesaba con fuerza, valor y cierta soberbia el puente de Alcántara camino de Lisboa.
Toledo se veía como siempre con las calles empedradas que empezaban a llenarse de mujeres vendiendo carne, fruta y algo de pescado, mientras los majestuosos carruajes con los señores que iban a sus trabajos, trataban de pasar por las estrechas calles sorteando los puestos, los carros artesanales y a algún que otro animal suelto.
El Alcázar estaba donde siempre, dominando la ciudad, desde él se podía ver los campos de labrazanza de Polan y los puentes y la muralla, la aguja de la maravillosa catedral y casi si se me permite la osadía, se podían tocar casi todas las campanas que replicaban su tañir llamando a misa de nueve.
Toledo en una imagen de 1870
Toledo era una ciudad pequeña, con más nombre e historia que riqueza y futuro, pero seguía manteniendo ese olor a pan recién horneado por las mañanas, seguía manteniendo su buen hacer y sobre todo, seguía teniendo ese espíritu que la hizo grande siglos atrás.
Así pues, Cristina acapompañada como siempre de dos sirvientes y una dama de compañía (su única amiga de verdad) se disponía a salir a dar su habitual paseo. Sus paseos eran complejos, llenos de miradas de la gente y de comentarios a su espalda. Ella estaba acostumbrada, la maldita Polio la había dejado con una pierna más corta que la otra y las aparatosas prótesis de la época dejaban bien claro su problema.
Las personas con posibles siempre tenían esa oportunidad, la oportunidad de llevar esas prótesis que les ayudaban en cierta parte en su día a día. Pero la procesión iba por dentro. Las costumbres tan marcadas hacían de ella ya una mujer mayor para desposarse y en cierta parte solo el dinero de su familia la hacían llevar una vida más cómoda.
La enfermedad hacía que ningún hombre se hubiese fijado en ella, hacía que esa parte indispensable en la vida de todas las personas, el amor, nunca hubiese llegado como ese torrente seco que acoge las aguas en la temporada de lluvias y se desborda. Era triste, era desangelado y era simple y llanamente oscuro. Oscuridad como la de las personas que no disponen de la vista para ver los parajes de la ciudad, oscuridad como los corazones de aquellos que perdieron parte de su ser debido a la muerte y oscuridad como aquellos que un día vieron los incautos sufrimientos de la guerra y jamás los pudieron borrar.
Ernesto, aquel joven de buena familia venida a menos, de esas que apenas conservan un par de propiedades y el buen apellido heredado de tiempos mejores, solía salir también a la Plaza de Zocodover por las mañanas acompañado de su bastón y su inseparable amigo Julián. Ernesto era ciego de nacimiento y solo conocía a las personas por su forma de comportarse y por su interior. Sabía escuchar a las personas, sacarles una sonrisa con sus comentarios agudos y finos acompañados de ese toque guasón y burlesco que de vez en cuando sacaba a pasear.
Cristina llegó a Zocodover aquella mañana, la cuesta que subía desde la puerta Bisagra siempre era un reto recorrerla con sus prótesis y al llegar al lugar necesitaba parar a descansar en uno de los bancos situados debajo de los soportales. Su respiración agitada a la vez que fatigada llamó la atención de Ernesto, sentado en un banco cercano. El joven se acercó con cuidado y se sentó al lado de Cristina. Empezó a hablar con ella, sacándola por primera vez en meses una sonrisa, aquello que ella sabía que existía pero que era incapaz de hacer. Aquella mañana, la sonrisa salió sola, Julián se asombraba de ver la facilidad que tenía Ernesto para hacer feliz a la gente, Cristina sonría mientras se ponía roja de vez en cuando y Ernesto noto como hacía feliz a una muchacha que solo tenía dolor y oscuridad en su interior.
Cristina le comento a Ernesto que tan solo unos días antes se había sacado una fotografía, Ernesto bromeaba diciéndole que le encantaría ver esa imagen, pero que tenía muchas obligaciones que le impedían realizar la tarea.
Al sonar las doce campanadas del reloj de la plaza, un lacayo de Cristina interrumpió la fructífera conversación para recordar que se tenían que marchar para almorzar con su padre, militar de alto rango destinado en la Fábrica de Armas.
Cristina no paro de hablar con su dama de compañía sobre lo apuesto y bondadoso que era Ernesto, de lo bien que se lo había pasado con él y de lo mucho que deseaba que llegase la mañana del siguiente día para poder volver a reencontrarse con él.
Imagen de Cristina.
Quizás esta historia llegase a oídos del afamado escritor Benito Pérez Galdós y tras ella publicase una de las mejores novelas de la historia de este país, Marianela, o puede tan solo que quizás la oscuridad en la que ambos vivían, Cristina y Ernesto, les deparase una fuente de luz, como un oasis en el infinito desierto o quizás tan solo, que los milagros existen y no solo curan las enfermedades externas sino también las del alma.
Ernesto esperaba a la muchacha que, según él, respiraba fatigada tras subir la cuesta de los mil demonios. Cristina, subía la cuesta más rápido que nunca a pesar de sus impedimentos. Julián se alegraba por ver qué su amigo era un poco más feliz, la dama de compañía estaba nerviosa a la vez que insultantemente radiante de felicidad al ver su señora con esperanza en el corazón y fuego en el alma.
Iban pasando las mañanas, las risas, las caricias y la felicidad eran la costumbre. Toledo es y era aún más en aquella época una ciudad pequeña y sus habitantes se conocían todos. No es de extrañar que llegando el verano, llegase a oídos del militar que su hija se estaba viendo con un "ciego" de familia venida a menos que según decían las malas lenguas de la época, solo quería el dinero de Cristina para sacar a su familia de la pobreza de la que no la salvaba su apellido.
Ninguno de esos que hablaba, se había dado cuenta que Cristina y Ernesto se necesitaban el uno al otro, que el dinero era secundario para ellos en esos días, que sólo querían reír, sólo querían hablar y tocarse las manos y las mejillas, por que eso era simplente lo que necesitaban ambos, ese alma gemela que todos buscamos y que por sus circunstancias habían ido apartando de su camino.
Al enterarse el militar de la circunstancia, prohibió terminantemente a Cristina acudir a Zocodover por las mañanas. Cristina de hecho, se atrevió a tirar a su padre en una acalorada discusión un duro de plata, recriminandole que el dinero no lo era todo en la vida. Los llantos, la pena y el desgarro que sentía su alma y su corazón, fueron seguramente los causantes de que tan solo tres años después falleciese sin saber el motivo.
Ernesto espero mañana tras mañana a Cristina, la soledad le invadió a la vez que la pena y la desolación por la ausencia de la muchacha de respiración agitada. Las calles empedradas de Toledo seguían su que hacer diario, se engalanaban el día del Corpus, se entristecian los días de lluvia y el tañir de las campanas nunca paraba llamando a misa. El Tajo seguía su curso, pero esta vez llevaba en sus aguas camino del océano el amor y la luz que por unos meses se dieron Cristina y Ernesto.
El duro que Cristina tiro a su padre:
24,92 gramos de peso
0,900 de plata
37,5 milímetros de diámetro
5.923.455 ejemplares realizados en la ceca de Madrid.
Ensayadores, Donato Álvarez Santullano (S) y Rafael Narváez (N). Juez de Balanza: Ángel Mendoza Ordóñez (M).
Grabador, Luis Marchionni.
Pedigrí, ex-colección
@Gobierno Provisional *La imagen pertenece a Cristina Vega, fallecida en Toledo en 1873.