El hombre sin zapatos...(dedicado a
@numismatico2013)
Corría el caluroso mes de septiembre en la hermosa ciudad de Roma. La cúpula de San Pedro rompía el cielo azulado de la ciudad en una vista mágica que todos los allí congregados en esos días disfrutaban. Los más viejos del lugar jamás habían visto tal despliegue de buenas gentes, deportistas que ocupaban sus históricas calles, las plazas y los monumentos acompañaban esos días la feliz estancia de cientos, que digo miles de personas.
Abebe Bikila era un etíope en una tierra que no supo tratar demasiado bien a su pueblo en el pasado. El odio que muchos etíopes tenían hacia las atrocidades realizadas por el ejército italiano a mediados de los años treinta aún pesaban en el alma y en el cuerpo de muchos de ellos.
Pero ahí estaba Abebe, para reconciliar a los pueblos, para demostrar que el olimpismo y el deporte servían para eso, para demostrar que el mundo tenía que avanzar y no mirar atrás, para decir en voz alta y bien clara que el mundo podía ser sin lugar a dudas un sitio mejor donde vivir todos en armonía sin diferenciar clases, género y color de piel.
Abebe se había hecho amigo mientras corría entrenando por la mágica ciudad de un joven alemán que también participa en los JJ.OO. aunque él lo hiciese en la otra categoría reina del atletismo, los 100 metros lisos y Abebe lo hiciese en la maratón.
Sus charlas eran animadas, reían y se deseaban suerte a la vez. Eran cortos espacios de tiempo pero suficientes para comprobar como un alemán hablaba con un negro de Etiopía sin importarle nada más que la fenomenal persona que había tras él. Algo así unos pocos años atrás hubiese sido imposible de ver.
Una mañana, Armin Hary que así se llamaba el muchacho alemán, le prometió un regalo a Abebe mientras corrían para que nunca se olvidase de él. Eso sí, la condición era que ambos subiesen a lo más alto del podium en sus respectivas pruebas.
La amistad se forjó con un abrazo tras la sesión de entrenamiento, las buenas gentes de Roma que estuvieron presentes en ese momento aplaudían ese abrazo por ser sin duda alguna, síntoma de una recuperación y reparación de la historia.
Armin cumplió su parte del trato, era el favorito y ganó la medalla de oro en los 100 metros lisos, era el primer europeo en hacerlo desde 1924 en París. El himno alemán se alzó con fuerza en el estadio olímpico y sus lágrimas tras la sesión también. Él había cumplido su parte del trato con Abebe.
Pero amigos míos, llegó el último día, el día reservado a la maratón, 42 kilómetros dispuestos a romper piernas e ilusiones, 42 kilómetros para la gloria o el fracaso. La carrera comenzó temprano y pronto, muy pronto destacó un joven representante de Etiopía. Era Abebe, pero no destacaba por ir en el grupo de cabeza, destacaba por qué iba sin zapatillas, iba descalzo con sus pies chocando en cada zancada con el suelo de la ciudad.
Pronto todos los periodistas empezaron a seguirle, la gente le vitoreaba por ser una persona que era capaz de realizar esa gesta. Abebe miraba a su alrededor y veía a un montón de buenas gentes romanas aplaudiendole y no daba crédito, siempre le habían hablado de la maldad de los italianos y la frialdad de su ejército asesinando y represaliando a su pueblo.
Abebe corrió como nunca, pensaba en sus áridas tierras donde entrenaba persiguiendo pájaros y pequeños animales durante los 42 kilómetros y aquello le alegraba, era diferente el paisaje en Roma, allí no había animales solo estaban el monumento a Víctor Manuel II, el coliseo, el panteón, el foro y la colosal basílica de San Pedro con su cúpula que rompía el cielo azulado como él estaba rompiendo las barreras mentales de aquellos italianos.
Abebe se coronó campeón olímpico, descalzo en la ciudad que tantos y tantos peregrinos descalzos habían acudido a ella, en la ciudad de los grandes emperadores, en la ciudad que dominó el mundo y en la que tantos fueron sacrificados, como lo fue su pueblo años atrás. Allí ganó Abebe Bikila su medalla de oro, allí donde San Pedro puso su cuerpo boca abajo, allí donde los monumentos se alzaban al cielo, allí corrió descalzo y ganó.
Abebe pasados unos días antes de marcharse de nuevo a su tierra, coincidió de nuevo con Armin y ambos se felicitaron mutuamente, ambos habían logrado sus objetivos, ambos alcanzaron la gloria y ambos se fundieron de nuevo en un abrazo. Armin cumpliendo su palabra le obsequió a Abebe con una moneda de ese año y le dijo -no es oro, es plata, no es lo mejor, pero es lo que tengo-.
Armin y Abebe se despidieron y se marcharon a casa cada uno a su país, pero Abebe llevaba dos metales preciosos en su mochila, una de oro y una de plata y no sabía cuál de las dos le hacía más ilusión...
La moneda de plata de Abebe...
692.000 piezas en la ceca de Karlsruhe (G)
11,20 gramos
29 milímetros
Plata (0,625)