Manoel estaba ansioso aquella tarde de invierno. Él era tan solo un pobre y acomplejado agricultor que a duras penas conseguía mantener a su familia. Sus hijos rara vez comían dos veces al día y su mujer y él hacían malabares para mantener la educación y las cosas del día a día de ellos.
Aún así, y sabiendo que muchos en el pueblo y en el país acusaban de esa pobreza endémica a la monarquía y su fracasada política, Manoel y su mujer estaban aquella tarde allí, sí aquella tarde todo cambiaría, aquella tarde de invierno de la que ninguno era consciente de la repercusión que llegaría a tener en sus vidas.
Pero como nadie sabía nada, Manoel y su esposa solo querían dar la bienvenida a su rey Carlos y su esposa Amelía en la plaza del Comercio de Lisboa.
Se habían desplazado desde las afueras donde tenían su pedacito de tierra por la mañana, al oír que los reyes junto con sus hijos Luis Felipe y Manuel desembarcarían en la plaza desde su retiro en su lujosa mansión de Villaviciosa. Todo el pueblo se desplazó.
Los reyes desembarcaron desde su falúa y subieron al carruaje real. La familia real subió, mientras el duque de Oporto montó junto a la portezuela. El monarca tomó asiento en la parte posterior del coche descubierto, a la izquierda de su esposa; los príncipes se acomodaron en el testero: Luis Felipe, frente al rey, y don Manuel, frente a la reina.
La comitiva se puso en marcha lentamente, mientras el numeroso público que ocupaba la plaza del Comercio aclamaba con gritos y aplausos a los reyes. Manoel no se lo creía, tenía a su rey a escasos metros, había mucha gente sí, pero su rey estaba allí saludándole, él estaba feliz, creía en su rey, creía en sus palabras de que Portugal volvería a ser lo que un día fue.
Cuando el carruaje llegó casi al centro de la plaza, Manoel distinguió a unos hombres embozados en sus capas que apuntaban con sus carabinas a la familia real y hacían fuego sobre ella. Intentó pararlos, pero no estaban lo suficientemente cerca para que pudiese hacerlo. Lo que sucedió en aquel instante fue casi indescriptible, se oyó un grito espantoso, seguido del alarido de la multitud y de un caos generalizado. Manoel perdió la localización de su esposa, todo el mundo corría y gritaba de miedo, se atropellaban los unos a los otros, algunas mujeres lloraban por la perdida de sus hijos en la multitud alocada y muerta de miedo. Algunos pedían auxilio. Era un estado de caos absoluto, Manoel nervioso miraba entre las cabezas de la gente que se movían a empujones presas del pánico y el terror.
El coche real intentaba con poco éxito avanzar hacia el palacio más cercano, estaba justamente en el medio de la enorme plaza, de repente un muchacho avanzó rápidamente entre la población y con un pie en el estribo del coche disparó su pistola sobre el rey, la reina trato de evitar el atentado con un humilde ramo de flores que le había obsequiado la multitud allí concentrada y el príncipe Luis Felipe saco su revolver rápidamente. Pero otro hombre con una barba enorme también se había acercado al coche real y de un disparo mató al príncipe antes de que éste pudiese actuar contra el muchacho que atentó contra su padre.
Instantes después, el rey y su heredero yacían en el suelo del carruaje, víctimas de los disparos. El infante don Manuel había recibido otro impacto de bala en un brazo. También el cochero resultó alcanzado, y lanzó los caballos al galope sabiendo la tragedia que estaba sucediendo.
El terrorista se dispuso a rematar al infante don Manuel; cuando reparó en la presencia de uno de los escoltas, la espada providencial de éste atravesó su cuerpo. Los cadáveres de los asesinos estaban todavía en las hermosas piedras del suelo de la plaza cuando el coche entró en el Arsenal de la Marina, el edificio más cercano.
Manoel asustado por lo ocurrido, con lágrimas en los ojos fruto de aquella terrorífica visión, encontró a su esposa agachada en uno de los muros que conectan la plaza con el pequeño trozo que da al mar. Estaban ambos en estado de shock, quién era capaz de hacer aquello, quién sabe por qué y sobre todo, por que aquél día, el único día que él iba a ver de cerca a su rey.
Al poco, cuando la policía logro restablecer la calma, Manoel y su mujer marcharon a pié, tal como habían llegado a Lisboa desde su humilde huerto. Sin la misma alegría con la que llegaron, sin la misma ilusión y sobre todo,con muchas lágrimas en sus ojos y mucho miedo a un futuro incierto y lleno de misterios que se les abría delante de sus ojos desde ese mismo momento.
Manoel miró entre los bolsillos de su agujereado pantalón, todavía conservaba aquella moneda de cambio que le habían dado tras comprar un hogaza de pan, eran 5 reis, tan humildes y pobres como él, pero sobre todo, era lo único que podría conservar donde se viese la figura de su rey, ese rey al que tanto apreciaba y quería.
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Días mas tarde, las noticias dijeron los nombres de los asesinos del rey, esos a los que Manoel vió moverse entre la multitud y no pudo hacer nada para detenerlos. Un maestro de escuela llamado Manoel dos Reís mató al príncipe Luis Felipe y Alfredo Luis da Costa, un joven comercial, mató al rey.
Manoel siempre conservó su humilde moneda, testigo como él de aquel fatídico día 1 de febrero de 1908, testigo también del día que la vida política de Portugal empezó un cambio, testigo de dos asesinatos y una muchedumbre enloquecida por el miedo y el pánico.
Manoel sabía que era humilde el
recuerdo, pero era su
recuerdo.
La moneda de Manoel, dedicada a mis amigos
@Mail y
@Carángido que tanto me han pedido una historia...
Espero que os guste!!
Un saludo.