Destino Manifiesto“Texas ahora es nuestro (...) Entra dentro de la cara y sagrada designación de Nuestro País”.
Era 1845 y el periodista estadounidense John O’Sullivan escribía estas palabras como parte de una columna que tituló “Anexión”.
Habían pasado pocos días desde que el Congreso de la República de Texas -un país de cortísima vida, de 1836 a 1845- aprobaba unirse a Estados Unidos y O’Sullivan celebraba la incorporación de ese vasto territorio como parte de un designio divino.
“Otras naciones han emprendido una (...) interferencia hostil contra nosotros, con el objeto declarado de frustrar nuestra política y obstaculizar nuestro poder, limitando nuestra grandeza y frenando el cumplimiento de nuestro destino manifiesto de extendernos por el continente asignado por la Providencia para el libre desarrollo de nuestros millones que se multiplican anualmente”, continuó O’Sullivan.
Texas, que había sido dominio español y luego fue parte de México tras su independencia, se fue poblando cada vez más con estadounidenses que cruzaban la frontera alentados por el gobierno de su país.
Cuando México adoptó una reforma constitucional que dejaba atrás un Estado federal para pasar a ser uno centralista en 1836, los texanos decidieron independizarse por la fuerza primero y formar parte de EE.UU. después.
Esta no era la primera vez que EE.UU. crecía en superficie desde las iniciales 13 colonias británicas sobre la costa este de Norteamérica que declararon su independencia en 1776.
Pero O’Sullivan puso en palabras la idea que prevalecía en EE.UU.: tenían un destino manifiesto encomendado por Dios para expandir su territorio.
Y ese destino manifiesto se explicaba por otro concepto fundacional arraigado en esa sociedad: el denominado “excepcionalismo estadounidense”, una idea de pueblo superior a los demás, elegido por Dios.
Esta convicción continuó en el imaginario colectivo estadounidense durante décadas, y se vio reflejada en numerosas políticas impulsadas desde Washington.