La hucha del niño rico
2 céntimos de 1904 (*04)
He de aquí que la mayoría de los muchachos, futuros hombres que han de vanagloriar la historia de la nación, están trabajando en los campos con apenas siete años. Se los ve en la plaza del pueblo el domingo por la mañana, camino de la iglesia pisando con desgana y sin fuerza las piedras colocadas hace siglos en el suelo del atrio, como si de viejos de cincuenta años se tratase.
Esos niños, cansados ya de trabajar desde los albores del día hasta bien entrada la oscuridad, sin estudios, sin cultura, sin buenas maneras, con ropas desgarradas y portando ya una pequeña gorra se les ve agarrando de la mano a sus hermanos más pequeños, estos niños son los que nos tienen que llevar a un futuro donde la nación recuperé su grandeza, donde el prestigio, importancia y riqueza vuelvan a llenar los espacios vacíos que la perdida de Filipinas y Cuba han dejado en nuestros corazones.
Pero, sinceramente, ¿como unos campesinos, ganaderos y pobres en general van a traernos la gloria?, en otras naciones los niños van a la escuela más años, se les forma en oficios y se les da una cultura militar para que desempeñen un cambio en el futuro, aquí, seguimos como en la Edad Media, mandandolos a trabajar sin las nuevas maquinarias, sin herramientas y sin futuro.
Todas estas reflexiones se hacían Don Jaime y Don Marcial mientras degustaban un queso manchego, acompañado como no, de un fuerte vino de Valdepeñas en la taberna del pueblo el domingo a la hora central de la mañana.
Me preguntaba Don Jaime, que podíamos hacer algo por revertir la situación de algunos de estos muchachos, de todos es imposible claro está, que hoy vemos aquí, pero que también podríamos observar en cualquier punto del reino, no sé, una especie de sorteo benéfico en el que involucrasemos a gentes de orden y bien del país. Puede que produzca un efecto llamada debido a la excelsa caridad competitiva entre las muchas mujeres de nuestra posición.
Don Jaime asintió con la cabeza mientras en ese mismo momento bebía un trago del vino, una vez se quedó libre su boca de la bebida, sugirió que tenía un contacto en la popular revista Blanco y Negro y que sin duda, ellos anunciando su idea contarían con mucha más repercusión y llegarían a todo el país.
Marceliano tenía nueve años en aquella primavera de 1904. Era el tercer hijo de Santiaga "la chiquitita" y todas las semanas recorría dieciséis kilómetros para quedarse a trabajar en los campos de Don Jaime. El trabajo era duro, muchas horas y para descansar poseían un barracón antiguo que había sido anteriormente parte de las caballerías. Siempre iba con uno de sus hermanos mayores y con su padre. Allí pasaban la semana trabajando hasta el sábado por la mañana que emprendían el camino al pueblo.
Las jornadas se pasaban mejor juzgando en los escasos ratos libres con su amigo José, de la misma edad y ya sin tres dientes a causa de un brote de piorrea.
Ambos hablaban de un mundo donde un día ellos serían unos señoritos, tendrían multitud de terrenos, una calesa negra con cochero y unas novias muy muy guapas. Ambos soñaban, José decía que un día tendría 50 pesetas nada más y nada menos a lo que Marceliano, le respondía sin arrugarse que él tendría 100 pesetas. Aún siendo trabajadores de los campos, también eran niños.
Don Jaime hablo con su conocido de la prestigiosa revista y todo se puso en funcionamiento al parecerle a este último una gran idea. Los responsables de la propia revista hablaría con un par de bancos para crear unas cuentas a nombre de algunos niños con el dinero, que menos que 100 pesetas, dijo Don Jaime en su amistosa conversación y así se fijó la donación a pedir.
La revista publicitó durante semanas el acontecimiento, no fueron pocos los interesados en donar, pero muchos de ellos no llegaban a esa cifra, se quedaban cerca o lejos, 100 pesetas eran 100 pesetas, hasta que la propia revista decidió que publicaría los nombres de los donantes a la vez que el de los agraciados.
He de aquí que la mujer de Don Jaime, Doña María Alba, decidió complacer a su marido secundando su idea y donó las famosas 100 pesetas. Esa misma tarde que donó el dinero, tomo su coche para dirigirse a sus tierras, donde poseían una buena casa de descanso. Al llegar casi de noche, hizo llamar a los niños que trabajaban en los campos y que se juntaran todos en los jardines de la casa.
Allí estaban Marceliano y José junto con otros muchachos, todos con su gorra en las manos esperando las palabras de Doña María. Ella les hizo saber que todos iban a entrar en el bombo del sorteo, que necesitaba sus nombres completos y el consentimiento de sus padres, aunque ella ya sabía que lo tendría.
Estaban ilusionados, contentos, radiantes y con la piel de gallina, ese sorteo les podría cambiar la vida, no eran miles de pesetas, pero era mucho dinero.
Tanto José cómo Marceliano se acordaban de sus palabras de unos días antes, parece que un ángel nos ha escuchado querido amigo, se decían el uno al otro.
Llegó el día del sorteo, era en Madrid y hasta allí habían llegado en un carro que les había enviado Doña María la noche anterior. Se pusieron ropas nuevas, que tenían que devolver cuando el acto hubiese acabado y unos zapatos nuevos que, estos sí, eran un regalo expreso de Don Jaime. En la fiesta de celebración había muchos periodistas, gente elegante y hasta un fotógrafo con su imponente y grande cámara.
El director de la revista se dispuso a sacar los nombres de los agraciados de la urna, primero se decía el donante y segundos después se sacaba el nombre de la urna. El primer niño agraciado rompió a llorar, el segundo saltaba de felicidad, el tercero ambas cosas y así hasta que cuando dijeron el nombre de Doña María Alba, salió de la urna el nombre de José.
La ilusión era tremenda, le habían tocado 100 pesetas, era un día feliz, era el fin de sus trabajos en el campo y su vuelta a la escuela, era el principio de una nueva vida.
Marceliano se alegró por su amigo, pero en sus ojos se veía la tristeza por seguir así, como estaba y encima sin su mejor amigo que abandonaría, como es obvio, los trabajos en el campo.
Durante la celebración en los jardines de un palacete cercano, Marceliano se encontró una moneda tirada en el suelo, ese fue su premio, dos céntimos, tan solo dos céntimos que guardó como recuerdo del día que perdió a su amigo de fatigas.
Esta historia se la contaba a sus nietos, pasados ya cincuenta años, una guerra, una posguerra y una pertinaz sequía que su amigo José, paso de otra manera al haber conseguido estudios superiores y estar trabajando de ingeniero allá en la ciudad de los rascacielos, quizás ese hubiese sido su destino si su nombre hubiese salido en el sorteo de "la hucha del niño rico".
Los dos céntimos de Marceliano...