LAS INSTRUCCIONES DE PALAMÓS
Son las instrucciones que Carlos V escribió a su hijo en 1543, cuando este contaba 16 años y en las que le preparaba para reinar y le desvelaba su estrategia
Imaginemos la escena: un hombre escribe una carta a su hijo, en la víspera de una batalla. En ella confiesa su inquietud ante su suerte y los desvelos por su hacienda. Pero no es un hombre cualquiera, es un rey, y su hacienda es la gobernanza de medio mundo.
El drama se podría haber titulado «Carlos V», pero el hecho es que la carta del Emperador a su hijo Felipe II existe de verdad.
En realidad existen dos cartas, una de ellas secreta. Ambas las escribió el César el 4 y el 6 de mayo de 1543, en el puerto catalán de Palamós. Allí esperaba buena mar para partir con su flota hacia Génova, partida exigida por la cuarta guerra que le enfrentaba con Francisco I de Francia.
Ambas cartas, la pública y la secreta, estuvieron perdidas durante más de un siglo. El original, que Felipe II guardó, no lo había visto ningún español desde el Rey Prudente, salvo el cronista Sandoval, que lo cita en su obra de 1605.
Y claro, este documento lo vio el ladrón que lo sustrajo del archivo del Ministerio de Estado, donde había permanecido hasta 1862, año en el que un historiador alemán realiza la primera transcripción moderna. Se le pierde la pista y nada se sabe de él hasta que fue subastado en París en 1900. En aquella subasta le fue ofrecido a la Biblioteca Nacional de Francia, que lo rechazó debido a su alto precio.
Fue un coleccionista llamado Wheeler quien lo compró. Años más tarde, en 1905, se lo ofrecieron al fundador de la Hispanic Society (HSA), Archer Milton Huntington, que lo adquirió en Londres. Pero Huntington no creía que fuera original. Aún así, lo guardó en su colección personal, en una habitación blindada, donde nadie, salvo él, lo vio. Ahí lo tuvo hasta que murió, en 1955, y entonces sus pertenencias llegaron a la HSA. Fue catalogado, pero con ficha mínima, debido al gran número de papeles. Y este objeto fue desde entonces uno de los 250.000 manuscritos, cartas y documentos que conserva la institución neoyorquina. Encuadernado en cuero rojo, allí fue donde Geoffrey Parker y John O’Neill, conservador de la HSA, lo abrieron un día de marzo de 2010. Y entonces, por fin, el documento tuvo la investigación que merecía.
En estas cartas Carlos V aconseja detalladamente a su hijo de 16 años cómo ser un buen rey, por si en la campaña militar él muriera o fuera preso, y le da instrucciones para no caer en las redes de sus consejeros, ni ser devorado por la ambición de los grandes del reino. También le habla de sus miedos y le hace partícipe de sus estrategias en los distintos frentes, de las razones de Estado de un imperio inmenso pero de frágil equilibrio, por si tuviera que sucederle. Ningún Rey de la historia ha mostrado la fragilidad y la inseguridad que Carlos V confiesa en este documento.
Le advierte de las dificultades que tendrá en el gobierno de la Corona de Aragón, por sus particularidades y del tacto y cuidado que debía tener con estos reinos. Fue uno de los puntos en los que Felipe no siguió los consejos de su padre.
Lo extraordinario de estos documentos son las instrucciones secretas, que el César suscribe el 6 de mayo de 1543, un documento único.
El Emperador dice lo que piensa de sus ministros sin ambages, previene al Príncipe de Asturias de sus defectos, así como de las luchas y peligros que acechan en la corte: «Os escribo y envío esta secreta que será para vos solo y así la tendréis secreta y debajo de vuestra llave sin que vuestra mujer ni otra persona viva la vea», le dice a su hijo adolescente.
Si de Carlos V solo conociéramos estas cartas, sobre todo la instrucción secreta, solo con ellas podríamos afirmar que se trata del político más importante de su época, tales son la sutileza e inteligencia de sus pensamientos, dudas y consejos: «Voy a cosa tan incierta que no sé qué fruto ni efecto se seguirá de él, porque el tiempo está muy adelante y el dinero poco y el enemigo avisado y apercibido».
Mientras muestra gran confianza en su hijo para los asuntos de Estado, le previene contra su trato con mujeres y las lisonjas de los cortesanos que podrían facilitarle encuentros eróticos.
Por entonces se creía que el Príncipe Juan, el hijo de los Reyes Católicos, había muerto debido a los excesos sexuales con su esposa, embarazada cuando enviudó.
Y Carlos I, que acabó siendo Rey por esa muerte, se muestra aterrado ante la idea de que el Príncipe pueda morir en su ausencia, por los problemas que traería al reino.
La casi prohibición total del sexo, tratado como una «arma letal» por el Emperador, incluye los deberes conyugales. Obliga al Heredero a mantener, tan solo en este aspecto, la disciplina que marque su ayo. Fue otro de los puntos en los que Felipe II no siguió los consejos de su padre.
Le pide que no deje entrar a los grandes del reino en el Gobierno, pues harán todo lo que esté en sus poderosas manos para torcer su voluntad, «que después os costará caro». Y se refiere al duque de Alba entre otros, con episodios concretos. También le enseña cómo deshacerse de un alto cargo incompetente «sin desfavorecerle», otra útil lección secreta sobre el arte de gobernar.
Por lo demás, le inocula la desconfianza hacia las lisonjas y favores y la atención que merecen otras virtudes.
Le encomienda a los fieles consejos de don Juan de Zúñiga, que «puede parecer áspero» en comparación con todos los «blandos que os desean contentar». Aun así, le advierte contra su mayor defecto, «una poca de codicia». Una lección principal será que «el dinero debe ocupar siempre un lugar secundario frente a la honra y reputación». Si miramos bajo este prisma la política española del siglo XXI, seremos conscientes del valor del consejo.